Hace casi un año la gente se lanzó a tropel, abanico de billetes en mano (imagen muy simpsoniana), a adquirir uno de los nuevos juguetes de Apple: el iPhone 3G, uno de los gadgets menos funcionales y más idolatrados de la mitología geek.

Entre sus numerosas taras, carencia de una cámara de fotos que compitiese en el mercado (escasos 2 megapíxeles maquillados con una excelente resolución de pantalla que matizaba las limitaciones de su retratadora), imposibilidad de grabar video sin recurrir al jailbreaking, inexistencia de una sintonizadora de radio más allá de conexiones IP (o sin recurrir a un módulo de sintonización que hacía que sus dimensiones se incrementasen notablemente) o una batería incapaz de asumir una autonomía prolongada a causa del consumo provocado por el constante trasiego de paquetes de datos por UMTS.

Un añito han tardado en volver a la técnica del goteo los de la compañia de Steve Jobs. El próximo 8 de junio está prevista la presentación en sociedad del tercer modelo de iPhone, un aparato que suple algunas de las prestaciones que los fans de este logro en la sociedad del consumo echábamos de menos: 3,2 megapíxeles para las fotos (lo cual, sinceramente, sigue siendo insuficiente, la verdad...), radio FM, grabadora de video integrada en el firmware, reprogramación del mac osx (sistema operativo del aparatito) para conseguir más horas de funcionalidad en la batería y una capacidad para almacenar datos de hasta 32 gigas.

Truco del almendruco. Movistar sigue teniendo la exclusiva para la comercialización de iPhone en España, y ya se ha puesto manos a la obra para deshacerse del estocaje con el que cuenta de modelos 3G (aún se desconoce el nombre que recibirá el nuevo terminal). ¿Y los que aún no tenemos saldada nuestra deuda de permanencia con el diablo?

Pues tendremos que esperar hasta el año que viene, cuando Apple se decida a sacar el cuarto modelo, para volver a sellar un compromiso cuasi-vitalicio, se entiende. ¿Ventajas? Pues que acaba de presentarse la primera red de transmisión de datos 4G (de hasta 100 Mgps), y es más que suponible que iPhone incorporará esa revolucionaria tecnología para su siguiente paso en el niño tonto de la compañía. Esperemos...

|

Un tal Ramiro Lapiedra acaba de sacar un libro. ¿Sus objetivos? Llevárselo calentito y ponerle la cara roja al injustamente denostado cine para adultos (p-o-r-n-o, por si hay críos delante).

Entre las líneas de esta pretendida obra autobiográfica con aspiraciones de polemizar acerca de uno de los pocos temas que es una polémica en sí mismo se incluyen perittas en dulce como el que nos invita a inaugurar una nueva sana costumbre: la fabricación de falsos mitos falsos.

Lapiedra apunta en su libro que " espero que Nacho Vidal no se ofenda por decir que tiene el pene operado", una afirmación que pliega el universo en sí mismo. Iniciemos pues la primera batería de falsos mitos falsos, sentando las bases para una futura teorización del 'falso mito falso':

- OBK es la identidad secreta de Luis Cobos; los dos muchachos que salen en los videoclips y los conciertos son unos albañiles que le hicieron unas estanterías de mampostería en el 89.
- Ferrán Adriá no sabe freir un huevo... por eso lo deconstruye.
- Pau Gasol no es tan alto, es que nos mira por encima del hombro.
- Matthew McConaughey es buen actor. Ya está.
- Las curvas en las carreteras responden a convenios secretos de promoción turística de las regiones que las cruzan.
- Las minicadenas Aiwa traían instaladas un reloj del fin del mundo que determinaba la fecha en que empezaban a dejar de coger CDs regrabados.
- Estudiar en la biblioteca de la facutad (y que te vean) aumenta las posibilidades de aprobar el exámen.
- La barriga cervecera ni es barriga ni es de la ceveza.
- Un muchacho habla con una muchacha en una discoteca para ampliar su círculo de amistades.
- Madonna es tan buena artista como parece... o más.

¿Ideas?

|

¿Qué tienen en común 'El exorcista', 'Dragon Ball' y 'Sherlock Holmes'? Sus versiones cinematográficas (alguna de ellas) han sido suficiente para ponerle la cara roja al director de la obra por haber perpetrado un trabajo tan vergonzoso... al menos en el primer montaje presentado a los productores.

Célebre es el caso de 'El exorcista: el comienzo', película en sesión doble filmada en un principio por Paul Schrader y subtitulada posteriormente con un apetitoso 'La versión prohibida'. Acertada etiqueta. La edición directa en DVD demostró porqué desde la Warner despidieron al equipo completo de rodaje tras visionar la patata caliente dirigida por el guionista de 'Taxi Driver'. Terrible. Renny Harlin se unió al barco, y aunque el resultado de su visión de esta doliente precuela no consiguió llegar al aprobado, al menos salvó un poco la ropa del desastre que podría haber supuesto la bochornante versión prohibida.

El salto a la gran pantalla de un Goku americanizado no se queda atrás. Estrenarse... se estrenó, pero seguramente habría sido una exquisita reverencia al mundo del cine si desde la Fox hubiesen decidido sacar la peli directamente en las estanterías del videoclub. El primer montaje que presentó James Wong le valió una somera patada en el culo al grito de "búscate la vida, filma más escenas, engaña a tus actores, pero esta basura me la arreglas, ¿estamos?". Después de ver cómo quedó el arreglo es de suponer que la comunidad de freaks de todo el mundo clama al cielo porque la edición anterior vea la luz. Debe ser una maravilla del despropósito.

Guy Ritchie sabe lo que es ser aplaudido a malsalva y recibir collejas como ladrillos. La mesura nunca ha sido su dirección postal. Lo mismo hace una obra maestra como 'Rockanrolla' que un pestiño como 'Barridos por la marea'. Es un director con estilo, con sello; una suerte de Quentin Tarantino con acento cockney. Con el anuncio de que estaba gestando una nueva adaptación de Sherlock Homes llegaron las especulaciones acerca de la competencia del exmarido de Madonna para lidiar con semejante proyecto. Y no tardaron en despejarse las dudas.

Como otros lo sufrieron, el test screening de su 'Sherlock Holmes' le cayó como un jarro de agua helada. Robert Downey Jr. como Holmes, Jude Law como Watson y el maravilloso y siempre brillante Mark Strong como Lord Blackwood podrían haber sido una apuesta a caballo ganador. Sinceramente, no comprendía qué podría haber fallado en la ecuación para que los productores obligaran, casi a punta de pistola, a poner en pie el desastre que se les presentó en la sala de visionado.

Y entonces, ví el trailer.

|

En una España donde el patriotismo parece más una franquicia regional que un espíritu de unión, no deja de ser reseñable que el cine nacional (el español, véase) parece haberse dado cuenta de que gran parte del espectorado (licencia neologista, mea culpa) acude a las salas a ver, fundamentalmente, pamplinas rodadas en 24 fotogramas por segundo.

'Mentiras y gordas' fue un ejemplo de producto a medida de su audiencia. Bien por sus directores. La película es infumable, pero al menos es un producto que se demanda y, de algún modo, ayuda a retirar el sambenito de "es que a mí el cine español no me gusta...". Nos ocupa ahora 'Fuga de cerebros'. Infumable igualmente, pero dotada de una simpatía y una honestidad que merecen ser aplaudidas. ¿Por qué? Porque en este país (España, insistimos) existe el miedo a que las películas no sean un arte; a que el cine huela a opio; a que Francia nos mire por encima del hombro; a que una obra no dé una somera bofetada a la producción yanki. 'Fuga de cerebros' defeca en todos estos temores.

Atiende: es mala como ella sola, incomprensible por momentos, escatológica y poco gratificante. Pero la claridad con la que se presenta a sí misma (vítores por la referencia directísima a 'American Pie') y la necesidad de hacer de nuestro cine (el español, ojo) una industria convierten a 'Fuga de cerebros' en una película a señalar... al menos para que la vea otro.

|

Al gran público le gusta más una conspiración que a un político una comisión. Eso es así. Tanto como que a Dan Brown le chifla tocarle las narices a la iglesia, incluso si tiene que terjiversar la historia a placer, otorgándole la idolatrada pátina de "esta es la verdad que ellos quieren que no sepas".

"Del equipo que perpetró 'El código Da Vinci'" ahora llega una nueva y apresurada aventura del Indiana Jones de la criptografía y el simbolismo, Robert Landon. El tema que une a una serie de personajes instrumentales con este controvertido profesor es el inminente ataque que sufre el Vaticano de manos de un "antiguo" enemigo: los Illuminati.

Más allá de las licencias puramente narrativas de la nueva película de Ron Howard (basada, fundamentalmente, en carreras contrarreloj de punta a punta de Roma y acertijos que aparecen como anacardos en una ensalada) la historia adolece de un error de base: la sociedad de los Iluminados de Baviera fue fundada, como su nombre puede hacer intuir, durante la Ilustración (siglo XVIII). Concretamente, en 1776, leo por ahí. Siendo así, ni Rafael, ni Bernini, ni la señora que los engendró, fueron miembros ilustres de esta sociedad secreta protoanarquista que tiene entre sus logros haber instigado la Revolución Francesa o perpetuarse hasta nuestros días en colectivos pseudoclandestinos estadounidenses como Skull and Bones.

Ciñéndonos a la película en sí, no puede decirse que sea tan insultantemente aburrida como su predecesora, 'El código Da Vinci', ya que sus autores han sabido explotar las fórmulas del cine de entretenimiento, y aunque se han valido de burdos trucos de manual (tramas que avanzan al son de unos personajes que no dejan de contar anécdotas y batallitas mientras corren de un lado para otro; convenientes cortes en montaje que se retoman en el último acto para 'sorprender' al público; buenos que parecen malos y malos que parecen buenos... y viceversa) el resultado final no engaña más que a quien quiere ser engañado durante un par de horas.

Eso sí. Reclame usted su parcela de respeto: ¿un cura guaperas piloto de helicóptero? Por favor...

|

El fenómeno de la estupidez es como esperar hasta el último momento antes de tirar de la anilla cuando se hace caída libre en paracaídas. En unos segundos explicaremos la metáfora, déjala reposar en el alféizar un ratito. Este fenómeno, el de la estupidez, es que el permite (tolera) que Eurovisión siga existiendo; el que hace posible otro fenómeno no menos estúpido que el que nos ocupa: la canción del verano; el que perpetúa freaks catódicos como Belén Esteban; el que mal-democratiza y distorsiona una palabra como freak. El fenómeno de la estupidez es darte cuenta de que deberías haber tirado de la anilla cuando tus sesos se desmenuzan a cámara lenta ante tus ojos estrellados en el pavimento.

Nuevo capítulo. La red es muy dada a fabricar hechos míticos de trascendencia mínima. La última: una camiseta, hortera, pero no para tirar cohetes, ha multiplicado sus ventas un 2.300 por ciento. La razón: el artículo en cuestión, de estética lorenzolamasiana trasnochada, tuvo un post en amazon muy afortunado. Luego, se unió otro usuario a la fiesta, y otro, y otro, y ahora todo el mundo quiere comprar la camiseta para demostrarse el más brillante en su comentario y, paradójicamente, convertirse en un hortera más.

¿Y el fabricante de este neopopular modelo de camiseta? Encantado con la estupidez. Lógico.

|

Trifonic es agua y aceite, Brian y Laurence. No sabemos quién es qué, pero sabemos que es así. Brian aspiraba a sus 10 años de edad con convertirse en el nuevo Steve Vai, y se puso manos a la obra en ello aprendiendo a tocar la guitarra eléctrica y fraguándose en los entornos metaleros.

Laurence pasaba del rocanroleo. Lo suyo era el Hip-Hop. Se codeó durante el instituto con la flor y nata del rap de Los Ángeles, desarrollando su faceta de dj y toqueteando sus primeros samplers y programas de edición musical.

Poco a poco, las vidas de los dos hermanos, los hermanos Trifon, fueron convergiendo. Brian viró su formación hacia la del profesional de estudio, afinando todo lo relativo a la producción y la programación, un camino que lo condujo hasta el productor y dj Bt (acrónimo artístico de Brian Transeau), para quien trabajó como intérprete y músico en los directos del artista. Laurence estaba henchido de alegría, ya que, después de tantos años, los dos hermanos acabaron tocando el mismo palo.

Era cuestión de tiempo que pasara lo inevitable: Brian y Laurence formaron Trifonic.

Primero fue la participación del dúo en un concurso organizado por el portal dedicado a música electrónica, ccMixter. La experiencia les repercutió en una reducida y selecta fama y promoción en los círculos dedicados al circuito de la música electrónica. Como consecuencia, y siendo los dos naturales y residentes de Los Ángeles, no tardaron mucho en ser el centro de atención de buscadores de talentos de Hollywood, quienes solicitaron la inclusión de uno de sus trabajos en un episodio de las franquicias CSI.

Y así, con la suficiente confianza y tablas, se lanzaron de lleno a la piscina en 2008, editando su álbum debut, 'Emergence'.

Sin ser un derroche de imaginación, 'Emergence' sorprende y agrada a cualquiera que busque un sonido que se desarrolla con libertad entre el rock, la IDM, los ritmos rotos o las atmósferas etéreas. Nos encanta este disco. Fue descubierto en la sesión de downtempo del último disco de Hybrid, 'Soundsystem01', pinchado en el tercer corte del álbum, justo después de Massive Attack. Ahí es nada. El tema era 'Parks on fire'. Una joya.

No tardaron mucho en sacar una breve revisión de este trabajo, un EP con cinco remezclas llamado 'Remergence', disco divertido y agradable, aunque innecesario, ya que parece evidenciar la falta de ideas de este dúo californiano.

De cualquier forma, Trifonic no se anda con pamplinas para promocionar su trabajo, y desde su web es posible escuchar todo su repertorio, y si te mola, puedes comprarlo al precio que te parezca (con una aportación mínima de dos dólares, que no está mal...).

Haz los deberes y échale una orejilla a Trifonic.

|

Redoble del destino y nace una estrella. Tanto en el cosmos como en el cine, el principio de entropía funciona como un reloj suizo de perfecto mecanismo. Hugh Jackman no tenía porque haber sido la fulgurante figura del mundo del espectáculo que es hoy. La culpa fue, en gran parte, de Tom Cruise. El pigmeo de oro contrató para su 'Misión imposible 2' a un semidesconocido escocés, Dougray Scott, para interpretar al malvado némesis que le ponía las cosas difíciles en la cinta de John Woo. Tan difíciles se las quiso poner que en una de las secuencias de acción (filmada sin dobles, dicen, se supone, entendemos...) Scott se lesionó la rodilla, haciendo imposible su participación en el proyecto que continuaba su agenda: la esperadísima adaptación X-Men. ¿Su papel? Un tal Lobezno.

Bryan Singer se puso nervioso. Y no era para menos. El peludo cascarrabias de garras de adamantium es uno de los iconos del cómic creado por Stan Lee, y sin duda, el personaje que más ojos iban a juzgar en la pantalla. El joven director y productor se las había visto complicadas para convencer al resto de responsables de producción de la necesidad de emplear a un fornido actor no demasiado conocido por el gran público para encarnar a Lobezno, y la caída de cartel de Dougray Scott suponía un incómodo varapalo para sus aspiraciones.

Pero entonces, llegó él.

Hugh Jackman nunca había trabajado en Hollywood. Y parecía que iba a entrar en una gran y esperadísima superproducción que, además, concentaba la atención de fans y ansiosos neófitos de un universo fundamental para entender la ciencia ficción made in Marvel. El resultado fue más que sobresaliente: un filme de acción con chicha, que no sólo no aburría en los pasajes dialogados, sino que además interesaba y distraía a partes iguales. Ese titán desconocido procedente de Australia era, en gran parte, un importante responsable de que la franquicia de 'X-Men' hubiese pasado el exámen con buena nota.

Era por tanto cuestión de tiempo que la Fox incorporase a la serie un spin-off/capítulo de precuela en el que se narrase lo acontecido justo antes de la primera entrega de 'X-Men'. Los seguidores pedían a gritos una película en la que se mostrase la génesis de Lobezno, y aquí la tenemos.

¿El resultado? Pssss. Quizás estamos ante uno de esos trabajos que zozobran en la marejada de su estrategia de promoción. Jackman hoy está en el ojo del huracán: ha sido declarado el hombre vivo más sexy del mundo, ha sido el primer australiano en presentar la ceremonia de los Oscar (con satisfactorios resultados), acaba de firmar su estrella en el paseo de la fama y, en general, su popularidad rivaliza con la Coca-Cola. Ante semejante peso pesado, la aventura del peludo mutante en 'solitario' tenía que convencer, y mucho, para estar a la altura.

Lo primero que puede decirse es que es la más floja de las cuatro franquicias de la serie cinematográfica de 'X-Men'. Una de las bazas con las que jugaban sus predecesoras era la coralidad de sus tramas, algo que sin duda enriquecía mucho sus historias. Aquí se ha intentado con un 'Wolverine & Friends' que chirría a causa de las convenientes entradas y salidas de personajes (la escasa presencia de un muy libremente interpretado Gambito es el paradigma en este sentido).

Por otro lado, el reparto completo le 'hace la cama' a Hugh Jackman, algo que se entiende como si los productores (atento, el propio Jackman es uno de ellos...) hubiesen equipado al carismático protagonista con un par de depósitos de óxido nitroso. Sólo Liev Schreiber le ha plantado cara, tanto en la producción como en la preproducción (este flexible intérprete adquirió 15 kilos de pura masa muscular en cuatro meses para incorporar su aspecto al de su brutal personaje... aunque a penas se ha hecho promoción de este aspecto). El resto de actores aparecen y desaparecen con más o menos fortuna, con la excepción de Danny Huston, que hace gala de una funcional corrección en pantalla, o el marido de Scarlett Johansson, Ryan Reynolds, divertido y atractivo a partes iguales.

El resultado global de la cinta pasa el aprobado, presentándose como una película palomitera y a ratos trepidante que, sin embargo, no cumple las expectativas de quienes buscan en el cine de acción un poco de contenido entre tollina y tollina.

|

Nos gusta Tony Gilroy. Nos gustó cuando diseñó un agente Bourne que pasó el filtro del papel a la pantalla con afortunado acierto. Nos encantó cuando reinventó el atormentado cliché de investigador y héroe de historia negra en 'Michael Clayton'. Incluso tuvo su gracia en el vodevil satanero de 'Pactar con el diablo'. Buenas razones para pensar que Gilroy es, ante todo, carne de adaptación, una especie de Caronte que traslada el espíritu de las historias a través de la laguna Estigia que separa el mundo de las letras del universo de la imagen.

Su último estreno es, como no podía ser menos, una adaptación, pero sin cambiar demasiado de registro. 'La sombra del poder' es la versión cinematográfica de 'State of Play', aplaudida serie de televisión que sigue su emisión en la actualidad desde 2004. La historia narra el dilema en el que se encuentra Cal MacAffrey, periodista del Washington Globe, cuando descubre que su amigo, el congresista Stephen Collins, está en el centro de un fregado curioso sazonado con todos los ingredientes de una trama conspirativa: sexo, dinero, contratos gubernamentales, privatizaciones, asesinatos y secretos, muchos secretos. Por si fuera poco, el reportero tiene que cargar con una joven periodista, Della Frye, cuyas tintas están más cargadas de idealismo y un iluso sentido de la justicia que de pura realidad.

El pulso durante toda la historia es sobresaliente, a pesar de recurrir a muchos de los tópicos que hacen grande a un buen thriller (giros de guión cada diez minutos, relaciones ocultas entre personajes, implicaciones personales, obstáculos inimaginados...). Sin embargo, la necesidad de orquestar un final dramáticamente espectacular aplasta el buen juicio de un director, Kevin MacDonald, que parece auto-obligarse a ejecutar un tour de force personal enfretando a sus protagonistas en los cavernosos bureaus del sistema democrático en lugar de resolver con elegancia y claridad una trama que, de haber finalizado minutos antes, habría sabido rescatar con gloria y tino el espíritu mágico de las intrigas setenteras de las que bebe, sin duda, una cinta como 'La sombra del poder'.

|